Cada día ganan más terreno, y no sólo por el gusto de los consumidores, también
porque sabrán adoptarse mejor al cambio climático.
Lo más probable es que hayan escuchado más hablar de la Dieta Mediterránea
que de las Cepas o Variedades Mediterráneas; y, la verdad es que si han
escuchado de las bondades de la primera para nuestra salud (por ser rica en
verduras, legumbres, hierbas, frutas, especias, cereales, aceite de oliva y
vino) entenderán de inmediato que hablar de lo Mediterráneo tiene que ver con la
cultura milenaria desarrollada en las costas de este fecundo mar. Cultura, por
cierto, basada en las cuatro estaciones bien marcadas; es decir, con inviernos
benignos y veranos cálidos y largos; y que se difundió mucho más allá de sus
límites naturales, para conquistar literalmente territorios incluso del Nuevo Mundo,
con clima muy similar. Como lo es, por ejemplo, toda la zona central de Chile y
Argentina, o California en Estados Unidos.
Bien podríamos decir entonces, que las Cepas Mediterráneas son todas aquellas
que se benefician de los largos y soleados veranos; un clima que para griegos y
romanos marcaba los límites de sus cultivos más importantes, y aún más antiguos
que la vid, como son sus olivos e higueras.
Lo curioso es que fue gracias al cambio climático ya manifiesto en la Edad Media,
y a que el paladar de sus pueblos se fue acostumbrando a beber vinos más
ácidos, que los viñateros del Viejo Mundo dejaron atrás esos límites naturales
establecidos por higueras y olivos, para atreverse a conquistar territorios de climas
más fríos. Así surgieron nuevas zonas vitivinícolas y nuevas variedades, capaces
de madurar bajo condiciones más complejas, con menos sol y más lluvia. Dando a
la vez vinos con menos alcohol, menos cuerpo, y más acidez.
Si también miramos atrás en la historia del vino en Chile, mucho más corta, por
supuesto, veremos que las primeras variedades que llegaron a Chile después de
1.548 eran más propias de climas mediterráneos que de climas templados o fríos,
como las Cepa País y Moscatel de Alejandría; llegadas de la mano de españoles.
Tendrían que pasar siglos para que llegaran a apoderarse de nuestros campos, a
partir de la década de los 80’, en cambio, las cepas de climas menos cálidos, y
más templados de origen francés. Nos referimos a las entonces de moda, y que
había llegado tímidamente ya a mediados del siglo XIX, como las tintas de la
región atlántica de Burdeos, como Cabernet Sauvignon y Merlot, primero;
Cabernet Franc, Petit Verdot y Malbec después. Fue, preguntándose porqué no
daban tan ricos vinos las cepas blancas Sauvignon Blanc y Chardonnay, llegadas
junto con las demás francesas, que empezamos a desarrollar en Chile viñedos en
climas costeros, efectivamente en busca de territorios más fríos y adecuados para
ellas.
Hoy, sin duda, una vez más impulsadas por el cambio climático mucho más
drástico, con temperaturas promedio anuales más altas y menos lluvia acumulada
durante el invierno para el riego, aquellas cepas mediterráneas que gustan del sol
y sequía, vuelven a tomar un lugar relevante, y no sólo en Chile, sino que en el
mundo entero. Incluso, en aquellas regiones templadas y muy tradicionales como
Burdeos, por ejemplo, han comenzado a permitir sus cultivos experimentales
como alternativas para no tan largo plazo.
Mucho más allá del País y Moscateles, asociadas estas cepas hoy a todos los
territorios donde llegaron los españoles a evangelizarnos; en estos días, aunque
no hay una definición académica, cuando hablamos de Cepas Mediterráneas, en
el vocabulario del vino hablamos en particular de las variedades francesas que
más les gusta el sol y sí, por lo general, que son más resistentes a baja
pluviometría. Entre ellas, Syrah, Carignan, Mourvedre, Grenache y Cinsault en
tintas; y las blancas menos conocidas, como Viognier, Marsanne y Roussanne.
Todas ellas reconocidas por producir grandes vinos en las costas del Mediterráneo
de este país, y también de España. Si bien en Chile, aún hay de ellas muy pocos
viñedos en comparación con las cepas llegadas de las regiones de Burdeos o
Borgoña (Pinot Noir y Chardonnay), sí van creciendo poco a poco y a paso firme.
Cierto que es difícil generalizar en el tipo de vinos que nos van a dar, porque cada
una (más allá de diferencias entre pieles de blancas y tintas) tienen características
muy diferentes; pero sí podríamos decir que en general las Cepas Mediterráneas
nos entregarán vinos con más alcohol y buena acidez (incluso alta, la Carignan,
como no) y mucho color (a excepción de la Garnacha y Cinsault, por lo general) y
muchos taninos (a excepción de la Cinsault).
Tampoco, les extrañará verlas en las etiquetas juntas entre sí (famosa es la
mezcla SGM, por las siglas de Syrah, Garnacha y Mourvedre- o en solitario; y
cada vez más en mezclas junto las de Burdeos; una ventaja sin duda de la libertad
que tenemos en el Nuevo Mundo de mezclar cepas de diferentes regiones de
Europa como más nos plazca; lo que a la vez nos permite replicar muy rápido lo
que aprendemos, y tal vez más importante, adaptarnos sin tantas vueltas al
cambio climático.