Desde aquel 24 de octubre del año 1994, cuando el ampelógrafo francés Michel Boursiquot identificó un viñedo de Carmenére en el Valle del Maipo, han pasado muchas cosas en el mundo de los vinos chilenos. Entonces, en los 90,’ estábamos sedientos de identidad, mientras vivíamos sumergidos en mitad de un océano de etiquetas que enunciaban las mismas cuatro variedades que todos los demás países del Nuevo Mundo producían; Sauvignon Blanc, Chardonnay, Merlot y Cabernet Sauvignon. Que en ese preciso momento, en nuestros viñedos apareciera una cepa completamente desconocida, el hecho se convirtió más allá de un hallazgo, en todo un fenómeno. O mejor dicho, en dos fenómenos diferentes.
Por un lado se vio como un problema de fuerzas mayores, con implicancias negativas en nuestros nuevos mercados de exportación. Descubrirían que lo que les estábamos vendiendo no era la entonces preferida Merlot, sino la por nadie conocida Carmenére. Así surgió un bando que se negó a que se develara su verdadera historia.
El otro bando, el que encabezó el lado “B” del fenómeno pensó que era la oportunidad que teníamos para levantar una bandera diferente. Tal como ya Argentina levantaba la del Malbec, Australia del Shiraz y Sudáfrica la del Pinotage. Esa mirada positiva de la moneda, liderada por el enólogo Álvaro Espinoza, comenzó a presentar nuestros primeros Carmenere bajo la curiosidad exigente de los expertos alrededor del mundo. Algunos de esos primeros Carmenere, los menos, pasaron la prueba, y así la cepa que nos prometía identidad comenzó un duro camino en busca de aprobación dentro y fuera de nuestras fronteras.
Lo que en ese camino descubrimos que es era tan exigente y mañosa como la Pinot Noir, aunque por supuesto no con su mismo club de admiradores forjados por siglos alrededor del mundo. Su club, la Carmenére debió ganárselo poco a poco, con vinos sobresalientes. Aprendimos así a buscar el mejor lugar para que produjera poco pero sabroso, y a no esperar tanto su madurez lenta para que no perdiera su ya naturalmente poca acidez; tampoco, su particular esencia de pimiento rojo y especias dulces.
Hoy la Carmenere ya tiene un gran club de fans alrededor del mundo, y no hay quien venga a Chile que no quiera probarla; no hay tampoco quien quiera llevar un pedacito de Chile al extranjero que no piense en ella. Sin embargo, la competencia al buscar representar el vino de Chile, ya no está desierta como en aquellos años 90. A ella, sumamos hoy los vinos de las cepas Carignan, País y Cinsault del Secano Interior; vinos con más carácter y sin duda un fuerte sentido de lugar asociado a sus tradiciones; algo que se le criticó siempre a la Carmenere. Pero, en la semana en que conmemoramos su hallazgo en los viñedos de Chile, no olvidamos que ella fue la primera que nos dio luces de identidad y que fue aquí, lejos de su cuna francesa donde encontró un nuevo hogar, el que por primera vez le dio fama internacional.
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